jueves, 11 de febrero de 2010

EL SOL PEREZOSO

Había una vez un sol al que le costaba muuuucho levantarse por las mañanas. Empezaba a amanecer casi sin ganas, muy despacio y, algunos días, hasta se volvía a acostar, dejando totalmente despistados a los habitantes del borde del mundo. Luego, al rato, volvía a sacar una pierna gaseosa de luz brillante y decidía, finalmente, levantarse del todo y dar una vuelta alrededor del mundo de la tierra, de todo el mundo de la tierra, para que fuese de día en cada uno de sus puntos y todo pudiese funcionar.El sol sabía que si él no salía tendría muchas quejas en forma de súplicas, rezos, maldiciones, y todas esas cosas que lanzaban las personas de todos los puebles cuando no todo iba justo como querían. Era consciente de que si algún día se quedaba en la cama, como muchas veces le apetecía, nada funcionaría. Todo dependía de él, en realidad, absolutamente todo. Muchos días eso era lo que le hacía seguir adelante, aunque a veces, estando él solo con sus pensamientos, se daba cuenta de que ser tan importante le cansaba un poco.Un día el sol se puso malito. No estaba seguro de si le dolía la cabeza o alma, pero tenía muy alta la temperatura. Intentó un par de veces amanecer, pero al final le venció la desidia y se quedó todo el día en la cama. No quería ni imaginar lo que ocurriría. Algo horrible, seguro, pero él aún así no quería salir.Sin darse cuenta se quedó dormido porque, en realidad, estaba muy cansado de llevar una vida tan rutinaria y aunque llena de responsabilidades, poco elegida, y a las horas despertó. Su primera idea era bonita, todavía con un pié en el sueño, pero pronto recordó que hoy no había hecho lo que debía y le entró una intranquilidad terrible.Abrió un ojo y no pudo ni creerse lo que vió: en algunos lugares de la tierra era de día!!!Abrió el otro ojo en seguida y se quedó completamente fascinado por todo lo que estaba pasando. Definitivamente, era de día!!! La tierra y todos los demás planetas estaban girando al rededor suyo. Y cada uno llevaba, exactamente, el ritmo que necesitaba, tomaban de él su luz aunque estuviese dormido, malito o despistado. Cada uno hacía su camino y seguía vivo, teniendole en cuenta como algo muy importante para la vida de todos aquellos planetas. Ni se habían enfadado con él, ni nada malo había pasado porque el sol no fuese a trabajar un día.Al principio, no sabía qué pensar, en realidad, sería que no le necesitaban? Se estarían aprovechando de él sin tener en cuenta que no se encontraba bien?Entre tanta confusión, recordó la frase de su abuela, una abuela que él había tenido y que le cuidó millones y millones de años. La frase decía algo muy simple -si no te gusta lo que ves, cambia de posición-.Así que el sol dejó de pensar mal de todo lo que estaba ocurriendo y se paró a mirar bien las cosas. De repente...., se dió cuenta de que nunca había sido necesario salir a dar esas vueltas al rededor del mundo, de repente se dió cuenta de que lo único que tenía que hacer era ser él mismo, encontrar su sitio y brillar tal como su naturaleza era. En realidad, siempre habían fundionado las cosas como este día, pero él se sentía lo más importante del universo y trabajaba y trabajaba para los demás sin acordarse de sí mismo, pero sin recordar por qué lo hacía.Ahora el sol decidió dedicarse a estar muy centrado, a hacer las cosas que de verdad le gustaban que son las que mejor le salen y por ello las que más aportan a todos, y a dejar que cada uno tome su propia órbita, ya que es ser más responsable con ellos dejar que lo hagan. Ahora les miraría muy sonriente y tranquilo desde ese lugar en el que se encontraba tan a gusto que podía aportar más que desde ningún otro: su centro.

lunes, 19 de enero de 2009

EL CASTILLO DE BELMONTE

La bruma cubría las ventanas. Todas las noches parecían iguales en el Castillo de la Villa de Belmonte, frías e inapacibles. Antonio necesitaba descansar después de tanto tiempo sin escribir algo satisfactorio, y este era sin duda el lugar adecuado en el que uno podría inspirarse hasta para una novela de terror. De día era otra cosa, la luz entraba por los ventanales y parecía que los fantasmas se escondían entre los tapices de caza hasta la próxima noche. Para Antonio, lo mejor de aquél lugar era el jardinero colombiano, joven, rubio, bajo pero lleno de vida, un idealista que le habría atraído en cualquier parte. Se arregló ligeramente, como a él le gustaba, y bajó al salón principal.
-Perdona Ana, ¿qué hay hoy para desayunar?-Antonio conocía a todo el personal de su amigo Miguel Ángel, el dueño de la casa, que se encontraba ausente unos días y se la había prestado hasta su vuelta.- Hay un poco de todo, ¿qué le apetece?- contestó ella sonriendo, como siempre, con sus 17 espléndidos años-¿qué quiere que le traiga?- Tráeme al jardinero, envuelto en papel de aluminio- Antonio, levantó una ceja en señal de complicidad e ironía.- Ese es mío, ja, ja, ja, yo le visto primero- Ana se reía por cualquier pequeño motivo- Además, Germán está casado con una polaca, en cuanto consiga el permiso de residencia en España (aunque lleva mucho esperándolo) se marcha para allá a rehacer su vida que ya será residente comunitaio y va siendo hora de que se asiente el pobre.- Ya, ya, es broma. Por cierto, ¿has visto mi pluma en algún sitio? Es que no la encuentro. Estaba rota, ¿recuerdas que te lo comente ayer?- preguntaba con cara de confusión, mientras registraba la habitación- pues resulta que ahora no la veo.- Será que la bruja la está arreglando- soltó otra carcajada llena de encanto- esa que cumple todos los deseos de este castillo. ¿No se lo dije?- Ah, sí, la bruja- Antonio contestó incrédulo- pues le voy a pedir una idea para una nueva novela, que es lo que me está haciendo falta. ¿Y de cuando dices que viene esa historia?- él seguía buscando por todas partes, mientras hablaba.- Oh, me la he inventado yo, es que desde que estoy aquí se me cumple todo y cada castillo tiene un fantasma, ¿no?, pues el de aquí es bueno, ja, ja. Voy a traerle el desayuno a mi gusto, que ya sé lo que necesita hoy- Ana salió de la habitación, riéndose, siempre riéndose.
A media mañana, el escritor decidió dar un paseo por los jardines de la finca, para llenarse de paz y encontrar algo parecido a la inspiración, pero lo único que encontró fue a Germán, el jardinero. Estaba descansando a la sombra de un olmo gigante, con su pluma en la mano.
-Te llamas Germán, ¿verdad?- cualquier frase es buena para comenzar una conversación.- Sí, sí señor, disculpe. Estaba descansando un rato. ¿Necesita algo? –Germán tenía un marcado acento colombiano, que le hacía muy agradable.- Esa pluma...¿dónde la ha encontrado?- Ah, la tengo que arreglar. Estaba en mi taquilla de entrada, donde me dejan los señores los trabajos pendientes. Luego debo dejarla en la mesa baja del salón principal, en el cenicero- su tono estaba acompañado de una sonrisa enorme y compañera que le hacía muy entrañable.- El cenicero, me la dejé allí...así que habría aparecido en el mismo sitio que la encontré- musitaba Antonio. Cuando se dio cuenta de que apenas se le podía escuchar dijo por fin en voz alta- ¿los señores? Pero si están fuera, de viaje.- Sí, pero la pluma estaba allí, con unas indicaciones claras, así que la arreglaré.- Está bien, está bien, que tenga un buen día.
Antonio, se marchó preocupado. Alguien se estaba molestando en hacerle creer en fantasmas, o en asustarle, o simplemente en darle motivos para distraerse...”Distraerse, ese podía ser el motivo”, pensó de repente, completamente metido en ambiente novelesco, “quieren distraerme de algo”. Decidió ponerle una trampa a su ficticio fantasma e intencionadamente habló durante la cena de un libro que jamás había conseguido ver en persona, ya que existían solamente tres ejemplares en el mundo, y de su deseo de poder tenerlo entre las manos. Esa noche se acostó intrigado por saber si el buen fantasma del castillo le haría llegar su expresado deseo. Se lo había puesto muy difícil.
Se levantó lleno de esperanza, pensando que en algún momento aquella joya literaria le sería entregada. Y así fue. Germán fue también quien le hizo llegar un paquete que había llegado a su nombre, y que contenía el libro en cuestión, sin nota alguna, sin remitente. Esta vez, Antonio no preguntó, completamente asombrado tomó el libro y dió las gracias.
Se encontraba realmente intrigado, durante la cena de la noche anterior sólo estaba presente Ana, la camarera y ella no tenía dinero ni medios para conseguir aquel ejemplar. Cada vez más asombrado, siguió haciendo pruebas un par de días más, nombrando deseos cada vez más difíciles que le iban siendo concedidos. Se dedicó a investigar el castillo, registrándolo de arriba abajo, pero no había nadie. Sólo Ana y Germán, dos personas jóvenes y sencillas. También pensó en que su amigo le podía estar gastando una broma y se dedicó a buscar micrófonos, cámaras o similares. No encontró absolutamente nada. Entonces, decidió sacar de nuevo la conversación con Ana, durante la cena, en el salón principal.
- Eh, preciosidad- la llamó con un guiño de ojo.- Diga, D. Antonio, ¿qué necesita?- ¿Qué tal va tu fantasma bueno? Estoy empezando a creer en él- Confesó dejando ver sus intenciones de conversación sobre el tema.- Claro, es que es cierto, se cumple todo, todo y a todo el mundo. A Germán le acaba de llegar el permiso de trabajo, después de dos años pidiéndolo, al menos podrá ir tranquilo a Polonia. La pena es que ya se marcha de aqué. Y a mí me han concedido la plaza en la escuela de peluquería esa del centro de Madrid, es buenísima- continuó contando Ana llena de entusiasmo- Así que, yo también me voy. No sé cómo lo hace, ni quién es, porque aquí hay muchas veces que no hay nadie, pero estoy convencida de que es cierto. Pida algo antes de irse, aproveche. Se va usted mañana también, como nosotros, ¿no?
- Sí, ya me voy mañana, vuelve mi amigo Miguel. Comeré con él y me marcho a casa, creo que tengo un libro que escribir-comentó en voz baja, casi incrédula- lo que no sé es cómo terminarlo.- ¿Ha encontrado aquí una historia que merece la pena?- Creo que sí. Se trata de un triángulo amoroso que ocurre en un viejo castillo, entre dos jóvenes y un cansado escritor, que los quiere a ambos, casi como a dos hijos, y mueve los hilos necesarios para conseguir todos los sueños que ellos le cuentan. Tiene un viejo amigo, el dueño del castillo en el que está pasando unos días, el mismo para el que trabajan ambos jóvenes, que ya les había hecho algunos favores pequeños a sus empleados, sin decirles nada, cosas que sabía deseaban y no podían conseguir. Ahora, el escritor continua esa costumbre durante los días que pasa en el Castillo de su amigo. Pero hay algo que no comprende y es por qué a él también se le cumplen los deseos- Todo esto lo contó Antonio sin que a Ana se le moviera una pestaña, ni dejara de sonreir-. No sé cómo acabar mi novela. ¿A ti se te ocurre algo?- Bueno, no sé... estas cosas no van conmigo. A mí siempre me han gustado mucho los cuentos ¿qué tal si la pareja de jóvenes eran realmente un par de musas disfrazadas, de esas que prueban el corazón de la gente y, cuando ven que tienen la sensibilidad adecuada, les muestran la inspiración? He leído que lo hacen mediante hechos reales, cosas que hacen les vayan pasando a los artistas y de las que sacan las ideas para sus obras maestras. ¿Qué tal? - Antonio se quedó petrificado, no podía ser verdad tanta magia junta. Estos últimos días habían parecido de cuento, sin duda, pero hasta ese punto..., cuando se quiso dar cuenta, vió a Ana que se marchaba sonriendo como siempre.
Antes de salir de la habitación se volvió y le dijo-Me ha encantado conocerle Antonio. Germán y yo nos marchamos mañana a Madrid, nuestro trabajo aquí ha terminado. ¡Buena suerte!

lunes, 5 de enero de 2009

LA SEÑORA DEL ANILLO

Un anillo dorado, liso, brillante, como recién comprado, venía rodando por el suelo del vagón junto al resto de los pocos pasajeros, destino al satélite Marcus VI, el último día del periodo lustral, algo muy celebrado en todas partes.
-señora, señora, ¿este anillo es suyo?- le dijo Santus, un obrero-ingeniero, como tantos de los que eran necesarios para mantener los satélites a punto. Nadie le contestó.
-señora, perdone, oiga, ¿esto es suyo?- insistió Santus mostrándole el anillo que acababa de coger del suelo.
- Uy, ¿es a mí? Perdone hombre, es que estoy con la cabeza en otro sitio. Dígame- contesto Terexia, con mirada desenfocada.
- Le decía, que si es suyo el anillo, es que estaba en el suelo y como no hay más mujer con aspecto de terráquea por aquí, a estas horas, un día como hoy...me pensé que era suyo. Sé que aún guardan la costumbre de intercambiarse anillos antes de la reproducción continuada con un mismo ejemplar.
- Sí, sí, soy de la Tierra. Claro, como todos en realidad. No hay vida en ningún otro planeta, excepto de plantas, plancton y algún insecto extraño, ya se sabe, humanos ni uno- Terexia se dirigió hacia un asiento, tenía ojeras y hablaba tan hastiada como si acabase de venir de una guerra.
- Ya, ya, pero cada vez somos más los que hemos nacido en los propios satélites, yo me siento más de aquí que de allí. Es como ser de una isla y saber que pertenece a un continente, en el fondo eres de isla, ¿sabe?- Santus tomó asiento junto a Terexia.
- Ya, le entiendo, es que hoy estoy un poco despistada, ya no sé ni lo que digo- aclaró ella con rostro de venir ya solo de un mal día.
- No se preocupe, ya me parecía que le pasaba algo. Estos días no acaban de ser buenos para nadie, demasiados recuerdos- una media sonrisa llena de comprensión explicó esta frase.
- No me hable de usted por favor, no hace falta. Ya sé que es costumbre hasta tener ficha común en el archivo general, pero hoy está todo perdonado, ¿no le parece?- Terexia comenzó a sonreír...un poco.
-Pues si me dices tu nombre ya lo tendremos todo, yo soy Santus.
- Yo Terexia, encantada.
-Igualmente- Santus se acercó a ella para cruzar sus placas identificativas en señal de saludo amistoso.
-¿Y qué haces a estas horas, el último día del lustro, en pleno viaje?-preguntó ella por hablar de algo.
-Bueno, eso mismo podría preguntar yo, ¿no?- una media sonrisa irónica, pero siempre amable se escapó con la frase, que sonrojó e hizo retroceder un poco a la escaldada Terexia- No, no, es broma, por supuesto. Acabo de terminar un curso en la Tierra, sobre nuevas tecnologías aeronáuticas, reciclaje, y tal, lo normal.
- Lo normal para algunos, a mí hace años que no me dan un curso. Soy de empresa privada, de ese veinte % que aún no pertenece a las empresas del Gobierno, por desgracia- pasando de la tristeza al fastidio continuó- ¡estoy harta de todo!
-Bueno, tranquila, ¿quiere un chicle de cactus? Tengo varios sabores-Santus ya no sabía cómo agradar, miraba las proporciones de su compañera de asiento, mientras se dejaba guiar a la vez por algo muy mal visto ya, como era la intuición. -“Solo lo medible es fiable, ya lo sabe todo el mundo, haz caso a tu madre Santus, pues no, a mí me gusta jugármela, no tengo remedio”-pensaba mientras mantenía esta conversación.
- Si es que no puedo más, de verdad-.
-Vale, vale, sácalo de ahí que te está sobrando Terexia- la dijo guiñándole un ojo –adelante, seguro que mis problemas son mayores- ahora valoraba su edad, alguna señal de descendencia y la calidad de la vestimenta – no llores mujer, pero bueno, pues sí que estamos bien-
-Si...Si...si es que esto es una mierda, joder- Terexia apretaba los puños, llena de rabia.--Pero ¿qué pasa? ¿qué es una mierda?- él empezaba a atacarse por la falta de información.
-Los tíos, eso es lo que es una mierda, ¿vale? Los puñeteros tíos-dijo exaltada hasta la médula, llenando su cara de humedades varias que limpiaba con el puño de su traje.
-Mira, vamos a hacer una cosa, tengo reservada una cabina en el vehículo, nos vamos allí o acabará viniendo la militancia intraestelar, ¿hace? –ofreció Santus pensando que le estaba poniendo en un pequeño aprieto aquél numerito, pero que, a pesar de todo, aquella terráquea de pura cepa tenía algo especial.
-De acuerdo, vale, perdona ¿sí?, perdona es que estoy tocada por un gilipene que me ha dado por saco justo hoy-las lágrimas empezaron a escaparse otra vez, al recordar- ya está, ya está-intentando contenerse- eso era todo, necesitaba decirlo y lo he dicho- Santus la miraba, la abrazaba y la dirigía a su habitáculo de alquiler ya prácticamente al lado, totalmente callado. – Ese hijo de Venus, ¡será conquistador!- sacó un lavador instantáneo que se pasó por la cara, dejándola inmaculada- solsticio y medio preparándolo todo, haciendo planes, papeles para la continuidad gestacional, todo, y resulta que no era válido, no era válido-Terexia empezaba a hablar de nuevo demasiado alto.
-Pasa, por favor, ya hemos llegado-le indicó Santus. -Siéntate, te voy a hacer una infusión de flores de invernadero que siempre llevo encima.
-Gracias, gracias, ya estoy bien. Es solo eso, que me engañó y justo hoy que ya íbamos a pasar la firma digital coincidiendo con el cambio de lustro...era un ejemplar ilegal, mierda de tíos- el agotamiento la fue venciendo y la infusión también.
-Si te sirve de algo, acuérdate de que en los satélites no nos dejan tener relaciones estables, sólo esporádicas, con lo cual o cambio de oficio o no podré tener hijos conocidos- a Santus le pareció la frase más adecuada y también cierta. Era un solterón y no precisamente de oro, debía tener unos diez hijos a los que no conocía y llevaba tiempo queriendo sentar cabeza. Esta podía ser una oportunidad para asentarse en la Tierra por fin.
-Vaya, lo siento- Terexia empezó a echar cuentas de las medidas de Santus, fundamentales para la reproducción continuada con seguridad, -“cuando se cierra una puerta se abre una ventana”- pensó - creo que debemos pasar al alcohol, ¡vaya dos!- le dijo a Santus volviendo a sonreír.
-Estoy de acuerdo. Por cierto, el anillo era tuyo, ¿no?- dijo Santus con una enorme sonrisa a juego- ¿te lo pruebas?- sólo una vez había sugerido algo así a una mujer, esto era totalmente ilegal, ni siquiera estaban comúnmente registrados.
-Pruébamelo tú- era una respuesta de película antigua, aquello estaba muy mal, pero ese hombre la llevaba cuidando desde que le había conocido y necesitaba desahogarse, además, la gustaba de veras. Los dos empezaron a reír con picardía.
En el momento en que Santus sostenía el dedo de Terexia para ponerle el anillo, llenos los dos de esperanza y posibilidades, se abrió de un brusco golpe la puerta del habitáculo.
-¡Alto policía, quedan detenidos por utilización indebida de la socialización y por poner en peligro el orden global. Teniente, coja pruebas de este enamoramiento ilegal!- Ambos se sintieron sobrecogidos. Aún así, sus miradas no dejaban de sonreír. Hay cosas que no tienen precio y dejarse llevar por la emoción, hoy por hoy, era una de ellas.

Santus salió el primero del habitáculo, con la cabeza baja, dejó caer el anillo en el suelo, que salió rodando por el vagón, dorado, liso, brillante, como recién comprado.

ALTEA GALVEZ

martes, 9 de diciembre de 2008

TRAS LA APOLOGÍA DE SÓCRATES

A veces pienso en la muerte, así, por pensar. Me parece un instrumento totalmente necesario para la vida. Nada tendría sentido sin ella, nada el mismo sabor. Ni siquiera un pedazo de tarta sería tan sabroso si me pudiese tomar uno cada día, más allá de los próximos cuarenta años.

La muerte más digna sobre la que he leído es la de Sócrates. ¡Qué hombre tan entero! Su Apología, recogida en los "Diálogos" de Platón, me ha dejado completamente impactada, dada la capacidad del tal Sócrates para defender sus creencias. Ante el Senado de Atenas, culpado de hacer mal a los jóvenes con su discurso, tuvo el arrojo de preferir la muerte a desdecirse.
De ahí surgió la idea, algo extraña, de querer saber qué pensaría Sócrates desde que supo -o eligió- que iba a morir, hasta que lo hizo. Más aún cuando era él mismo el que tenía que tomarse la cicuta que apagaría la luz para siempre. Y sólo se me ocurrió un modo de saber qué pasó por su mente. No, tranquilos, no voy a morir así, por las buenas. Sería entonces lo último que llegaría a descubrir, y mis preguntas son aún demasiadas. Lo que sí me pareció factible fue imaginarlo, intentar sentirme Sócrates; escribirlo, al fin y al cabo.

Creo que saldría Sócrates de la blanca y dorada sala principal del Senado ateniense, después de haber tomado la más dura decisión lleno de arrojo y convicción, y de haberla defendido públicamente, cabizbajo no, al menos en apariencia. Su rostro sería solemne, al menos en apariencia. Su templanza constatable, su mirada alta, su paso firme; al menos en apariencia. Iría pensando en sus dos hijos, en las palabras que ya no podría volver a pronunciar, o en lo bien que había pronunciado las últimas. Seguro que siguió siendo muy fuerte al contestar todas las preguntas de sus contertulios habituales..., incluso estaría sereno al despedirse de los suyos, para siempre.

Pero, una vez que cruzara el umbral de su hogar -ya fuera este su casa, su escritorio o su conciencia-, algo caería en su interior. Todos somos humanos, digo yo, por más convencido que esté uno de que ha hecho lo correcto, al preferir morir que ser desterrado, o desdecirse. Así pues, Sócrates se sentó en la mesa de madera labrada en la que solía trabajar su interior, y pensó:
“¿Habré hecho bien? Estoy seguro de que lo que enseño es correcto y nadie puede verse mal afectado por ello, pero… En cualquier caso, ya está hecho. Es como si acabase de terminar un libro que me ha llevado toda la vida -bonita alegoría-. He puesto en él lo mejor que he encontrado, hasta las faldas de mi madre están, hasta la lágrima que ahora recojo en la mano. Sólo hay un modo de morir, y es estando seguro de que has tomado las decisiones adecuadas… ¿He tomado la decisión adecuada?

Mis hijos crecerán. Todos lo hacemos. Uno aprende solo. Nadie está solo. Pasan cosas y cosas alrededor que nos enseñan. Un día llevas toga y al siguiente harapos, o al revés. Y que no falte ninguno de los dos pasos, que ir adelante y atrás muestra dos verdades necesarias. Crecerán...Voy a dejar todo como está. Si ordeno que se guarde, igual se tira por capricho de loco, o por no recordar tristezas. Si pido que se tire, entonces, por pena, por recordar tristezas, lo guardarán. Incluso este espejo esmaltado en el que cada mañana me miro, lo dejaré donde está. Aún puedo hacerlo una vez más. Lo importante es mantenerse a uno mismo la vista en el espejo. No es sencillo. Todo lo que ronda manchando la cabeza y la dignidad pesa en el cuello, al levantar la mirada.

Escribiré al menos unas letras antes de... no, no seas pretencioso Sócrates. Muere contigo, no hacia los demás. Dite que lo has hecho bien, dilo desde dentro, y no digas más.

¡Qué bonita es esa mujer que se acerca!, la mía. Está bella como nunca. ¿Habré hecho lo correcto? No te sientes hoy a mi lado o te echaré de menos mañana. Mejor deja pasar las horas como si fueran otras, unas cualquiera. ¿Cómo puede ser que hoy seas brillante como el primer día, que me parezca terciopelo tu arruga de madre? Me va a doler olvidar esta imagen, con dolor sereno que uno lleva sin más, dolor dulce de vela agotada. Vuelve a tus cosas, mujer, no me mires así. Llevarás esto bien. Xantipa, siempre presente para moderar mi temple, ya no te inquietaré más. ¡Vaya!
Los que se dedican a esto me han dicho que en la bañera el efecto de la cicuta es más ligero. Nada me aportaría ahora sufrir más que lo justo. Qué poco sabio es creer saber que la vida es mejor que la muerte. En realidad, nadie ha estado allí para volver; temerla es ser un necio. Nadie sabe quién lleva mejor suerte, si los que se quedan o yo que me voy.

El agua está templada.”

lunes, 17 de noviembre de 2008

El día más feliz de su vida 4/4

El teléfono sonó en su bolsillo, era Jaime, su gran amigo. Acababa de encontrar un sobre exactamente igual. El sí sabía lo que era, pero prefería explicárselo en persona. Quedaron en el pub situado a la vuelta de la casa de María, para hablar tranquilamente.

Ella bajó enseguida y encendió un cigarrillo, evidentemente nerviosa. En el fondo estaba segura de que aquello no podía ser nada bueno. Jaime apareció por la puerta a los diez minutos. Debía haberle pisado al volvo.

-¿Qué ocurre? ¿Qué es esto? ¿Por qué nos han dejado esta nota? –a María le faltaba tiempo para decir todo lo que sentía.
-Alfred, mi compañero de trabajo, me comentó algo. Algunas personas lo están recibiendo, pero no es nada grave, no te preocupes. Se trata sólo de un juego, eso me dijo. No hagas caso. Si he venido a verte es, precisamente, porque no quería que te preocuparas. Te he visto muy intranquila por teléfono. Es una especie de campaña de marketing. Parece ser que en unos días saldrá el anuncio en televisión y dirán de qué va. Olvídate – aclaró Jaime entre sorbo y sorbo de la pinta de cerveza que le acababan de servir.
-¿Y cómo han conseguido meterlo hasta mi salón? –María empujó la mesa como muestra de clara disconformidad y preocupación.
-¿En tu salón? Yo lo encontré en el buzón. ¿Estás segura? –el rostro de Jaime cambió por completo.
-¿Estás tonto? Pues claro que estoy segura. En la mesa baja, la de madera que compré en esa tienda de importaciones –otro empujón a la mesa, estaba terriblemente nerviosa.
-Me has dejado helado. No entiendo nada –contestó él, retirando la cerveza hacia un lado y concentrando aún más su mirada en María.
Ambos estuvieron un rato callados. El pensamiento de María estaba buscando una respuesta que no encontraba, que no cuadraba.
-¿De qué es esa campaña de marketing? -dijo María, con los ojos entornados como si enfocase una idea.
-No lo sé. Ya te he dicho que saldrá en unos días –de nuevo la pinta tomó protagonismo, los ánimos comenzaban a relajarse.
-Hay que enterarse, creo que esa es la clave –María apuró la jarra y se levantó para marcharse, como si la solución a su enigma estuviera en la calle.

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A la mañana siguiente las ojeras eran lo más vistoso de María. Se preparó como pudo un café. Cuando se estaba poniendo el chándal más viejo que encontró sonó el timbre de la puerta. Era un repartidor perfectamente uniformado y con un enorme ramo de flores, para ella. Cogió la tarjeta que venía colgada del envoltorio -la cual sólo tenía una coma plateada del tamaño de un dedal, impresa en la esquina inferior derecha-, y pidió que dejaran el ramo en el salón, en la mesa baja. Una vez el repartidor salió de la casa, María abrió el sobre absolutamente aterrorizada. Tan rápido como pudo echó un vistazo al texto y tres palabras llegaron a su retina: “enhorabuena”, “elegida” y “disculpe”. Algo se tranquilizó en su interior. Decidió leer la carta despacio. Cuando terminó la dejó caer al suelo y se sentó en el sofá a llorar desenfrenada, por la ansiedad acumulada.

Estimada Dra. Escámez,

En primer lugar, reciba nuestra Enhorabuena por el premio de investigación que le acaban de otorgar. Esta cadena de televisión está preparando un nuevo programa que precisa un psicólogo experto en neurología. Usted ha sido la persona elegida por nuestro equipo de recursos humanos. Nos gustaría, dada su excelente preparación en estos temas, que aceptase nuestra oferta de colaboración con nosotros, tanto en el equipo de redacción, como con intervenciones en directo.

La idea central del programa se basa en mostrar antiguos casos policíacos, aún sin resolver, en los que usted podría aportar un análisis profesional sobre el funcionamiento de la mente humana.

Hemos querido notificarle todo esto con un toque de coherencia y alusión al título del programa: “Intriga”. Rogamos disculpe nuestra intromisión en su hogar -para lo que contamos con la inestimable ayuda del portero de su finca-, con el fin de dejar el sobre con el anagrama del programa: una coma plateada que ya empezará usted a ver en carteles publicitarios sin más explicación. Es una estrategia de marketing.

En breve nos pondremos en contacto telefónico con usted. Reciba un cordial saludo.


Sonó de nuevo el timbre de la puerta. María abrió con las lágrimas aún recorriendo su cara y su camiseta. Era el portero, Mr. Brown, pidiendo disculpas innecesarias aunque gratificantes. Jaime apareció justo detrás de él cortando la conversación de ambos que, en realidad, ya había terminado. Mr. Brown se marchó tranquilo y sonriente.
- Hola guapa. ¿Y esa cara? Vamos a llamar a tu hijo, ¿no? hoy es su cumpleaños –Jaime estaba exultante, dispuesto a comenzar cualquier cosa-.
María se lo explicó todo. Se lavó la cara y llamó a casa.

- Cariño, ¡felicidades! –María equilibró su ánimo con grúa, de un solo golpe. Entre tanta confusión y buenas nuevas esto era lo más importante-.
- Mamá, tengo algo que contarte, te vas a sorprender, -fue la respuesta del chico.
- Dime hijo ¿qué pasa? –no me voy a sorprender, pensó María, es imposible, mi capacidad de sobresaltos en un solo día se ha agotado-.
- Me voy a vivir contigo. Ya tengo doce años y puedo elegir, ¿te acuerdas? Lo he hablado con papá y está de acuerdo. ¿A que es estupendo?
María se echó a llorar de nuevo, sin poder hablar, llamando a Jaime con la mano para que se acercase a ella.
- Sí cariño, es genial ¿cuándo vienes?

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miércoles, 29 de octubre de 2008

El día más feliz de su vida 3/4

Es el día más feliz de mi vida -pensaba María mientras giraba la llave que abría la puerta de su casa-, por fin sola tras una mañana tan larga. Antes de entrar, dedicó un momento a escuchar. Una sensación extraña le estaba invadiendo con sigilo, transformando su alegría en inquietud. Nada, ni un solo sonido. Avanzó hasta el salón cerrando la puerta despacio tras de sí. Sus ojos se fijaron en algo que resplandecía levemente sobre la cuadrada y amplia mesa baja del centro. Desprendía tenues reflejos incluso a pesar de la penumbra del otoño inglés y las luces apagadas. Era un sobre blanco que ella no había dejado allí el día anterior cuando se marchó a ver a Jaime. Esa fue la última vez que estuvo en casa.
Se acercó hasta el centro de la gran sala pintada en blanco roto (a juego con su ilusión), a la vez que miraba con enorme disimulo hacia todas partes, sin apenas mover el cuello. Tener que hacer esto le trajo una extraña sensación de pasado, aunque agradeció tener práctica en situaciones similares. Cogió el sobre alargado y, sin abrirlo, siguió registrando toda su casa, mientras hacía gestos habituales que no la delataran, y se aseguraba de hacerse con algo contundente en la mano que aún le quedaba libre, por si acaso. No había nadie, estaba sola. Revisó armarios, cortinas, ducha, olores; todo. Quien le dejó ese sobre hacía tiempo que no estaba allí.
Se sentó en el suelo del pasillo, lugar que le resultaba extrañamente acogedor, y decidió abrir por fin el sobre. Sacó de él un contundente folio del mismo color, que no tenía una sola palabra escrita en él. Solamente una coma plateada del tamaño de un dedal estaba impresa en la esquina inferior derecha; eso era todo. No parecía lo que ella pensaba. Pero entonces, ¿qué significaba esto?

martes, 7 de octubre de 2008

El díamás feliz de su vida 2/4

Al entrar en el piso, él ya estaba completamente preparado para salir.

- Me ha vuelto a ocurrir -dijo María con una cara llena de fastidio, mientras se dirigía a la ducha-.
- ¿Te has escondido en un portal como si te persiguieran, o esta vez te has tirado tras un matorral? -contestó él, entre la sorna y la comprensión-.
- Lo primero. Hace mucho tiempo que salí de casa, pero…-la frase se quedó ahí-.
Jaime llevaba catorce años al lado de María. Se conocieron en las brigadas juveniles de su pueblo. Ella quería estudiar Psicología, él vendía ultramarinos en la tienda de su padre. Seguían siendo la uña carne de la amistad.

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Salieron del edificio cogidos de la mano. Al llegar a la Universidad se dirigieron directamente al salón de actos, donde había sido citada María Escámez de los Ríos –María- para recibir el premio anual a la investigación académica de la Facultad de Psicología, en la que era profesora. Su trabajo sobre cómo el cerebro humano se ve disminuido en el tamaño de alguna de sus zonas y, en consecuencia, pierde capacidades, tras un sometimiento prolongado a situaciones de peligro, recibió múltiples elogios durante el discurso del Jefe del Departamento de Neurobiología. Se trataba de una investigación impresionante y con gran aplicación práctica –dijo explícitamente-. Lo que más le importaba a María de todo esto era la consecuencia social: había conseguido demostrar que estar sometido a peligro disminuye las capacidades mentales de modo permanente -mobbing, violencia de género, cuerpos de seguridad, sus implicaciones prácticas eran inabarcables-. Suponía un verdadero éxito que daría luz a dudas médicas, profesionales, legales y, de modo paralelo, movería el interés de determinados círculos financieros. Debía ser divulgado con intención preventiva. El resto se lo dejaba a los demás.
Desde la tarima del pequeño salón de actos situado junto a la Secretaría de la Universidad, y una vez todas las representaciones académicas presentes habían dado sus motivos para la elección de aquel trabajo en concreto, tocó el turno de la entrega de placa y premio. María estaba mucho más satisfecha que intranquila. Su aceptación en la comunidad profesional universitaria era lo que Jaime y ella habían estado esperando: la confirmación de que la vuelta de timón dada hace años se había consolidado, finalmente.

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En el momento en que volvían a atravesar las puertas de la universidad hacia los parques del campus, la mirada de Jaime pareció suavizarse por vez primera en varios días. El se fue a buscar el coche al aparcamiento, María se quedó llamando a sus padres para contarles cómo había ido todo. Sostenía el teléfono aún sin marcar en una mano y buscaba el tabaco por el bolso con la otra. Por fin, un cigarrillo; era exactamente lo que necesitaba, no uno, dos o tres -pensó cuando tocó la cajetilla con la punta de los dedos-. En medio de aquella nada que sentía, todo era perfecto. Hasta el sol se había esforzado por dejar pasar unos rayos entre las nubes de otoño. Una vez puesta la ansiada boquilla entre los labios, la búsqueda comenzó de nuevo, ahora por el mechero. Un hombre se acercó a ella como salido del aire, y le ofreció fuego.

- ¿Fuego, María? -dijo el desconocido con voz segura-. Ella no pudo evitar mostrar su sorpresa con un grito casi retenido. -El parque, le he visto en el parque, -pensó aún bloqueada-.
-¿Disculpe, la he asustado? -comentó el hombre lleno de amabilidad-.
- No, no, es que no le vi llegar -susurró sin llegar a saber si debía sentirse intranquila-.
- He estado en la entrega de su premio, por eso sé su nombre. Trabajo en la Facultad de Medicina, en ese edificio de ahí enfrente. Los premios de investigación son todo un acontecimiento. Además, da la casualidad de que somos vecinos. La he visto alguna vez cruzando el parque de Notting Hill a toda prisa –explicó el desconocido con toda serenidad y empatía-. ¡Enhorabuena!
María sonrió casi convencida de que era otra falsa alarma de su psique. Decidió guardar el móvil en el bolsillo y dejar la llamada para más tarde. Le dio las gracias con un gesto de cabeza y se montó en el coche de Jaime, que acababa de llegar.