Es el día más feliz de mi vida -pensaba María mientras giraba la llave que abría la puerta de su casa-, por fin sola tras una mañana tan larga. Antes de entrar, dedicó un momento a escuchar. Una sensación extraña le estaba invadiendo con sigilo, transformando su alegría en inquietud. Nada, ni un solo sonido. Avanzó hasta el salón cerrando la puerta despacio tras de sí. Sus ojos se fijaron en algo que resplandecía levemente sobre la cuadrada y amplia mesa baja del centro. Desprendía tenues reflejos incluso a pesar de la penumbra del otoño inglés y las luces apagadas. Era un sobre blanco que ella no había dejado allí el día anterior cuando se marchó a ver a Jaime. Esa fue la última vez que estuvo en casa.
Se acercó hasta el centro de la gran sala pintada en blanco roto (a juego con su ilusión), a la vez que miraba con enorme disimulo hacia todas partes, sin apenas mover el cuello. Tener que hacer esto le trajo una extraña sensación de pasado, aunque agradeció tener práctica en situaciones similares. Cogió el sobre alargado y, sin abrirlo, siguió registrando toda su casa, mientras hacía gestos habituales que no la delataran, y se aseguraba de hacerse con algo contundente en la mano que aún le quedaba libre, por si acaso. No había nadie, estaba sola. Revisó armarios, cortinas, ducha, olores; todo. Quien le dejó ese sobre hacía tiempo que no estaba allí.
Se sentó en el suelo del pasillo, lugar que le resultaba extrañamente acogedor, y decidió abrir por fin el sobre. Sacó de él un contundente folio del mismo color, que no tenía una sola palabra escrita en él. Solamente una coma plateada del tamaño de un dedal estaba impresa en la esquina inferior derecha; eso era todo. No parecía lo que ella pensaba. Pero entonces, ¿qué significaba esto?
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Hace 1 año