miércoles, 29 de octubre de 2008

El día más feliz de su vida 3/4

Es el día más feliz de mi vida -pensaba María mientras giraba la llave que abría la puerta de su casa-, por fin sola tras una mañana tan larga. Antes de entrar, dedicó un momento a escuchar. Una sensación extraña le estaba invadiendo con sigilo, transformando su alegría en inquietud. Nada, ni un solo sonido. Avanzó hasta el salón cerrando la puerta despacio tras de sí. Sus ojos se fijaron en algo que resplandecía levemente sobre la cuadrada y amplia mesa baja del centro. Desprendía tenues reflejos incluso a pesar de la penumbra del otoño inglés y las luces apagadas. Era un sobre blanco que ella no había dejado allí el día anterior cuando se marchó a ver a Jaime. Esa fue la última vez que estuvo en casa.
Se acercó hasta el centro de la gran sala pintada en blanco roto (a juego con su ilusión), a la vez que miraba con enorme disimulo hacia todas partes, sin apenas mover el cuello. Tener que hacer esto le trajo una extraña sensación de pasado, aunque agradeció tener práctica en situaciones similares. Cogió el sobre alargado y, sin abrirlo, siguió registrando toda su casa, mientras hacía gestos habituales que no la delataran, y se aseguraba de hacerse con algo contundente en la mano que aún le quedaba libre, por si acaso. No había nadie, estaba sola. Revisó armarios, cortinas, ducha, olores; todo. Quien le dejó ese sobre hacía tiempo que no estaba allí.
Se sentó en el suelo del pasillo, lugar que le resultaba extrañamente acogedor, y decidió abrir por fin el sobre. Sacó de él un contundente folio del mismo color, que no tenía una sola palabra escrita en él. Solamente una coma plateada del tamaño de un dedal estaba impresa en la esquina inferior derecha; eso era todo. No parecía lo que ella pensaba. Pero entonces, ¿qué significaba esto?

martes, 7 de octubre de 2008

El díamás feliz de su vida 2/4

Al entrar en el piso, él ya estaba completamente preparado para salir.

- Me ha vuelto a ocurrir -dijo María con una cara llena de fastidio, mientras se dirigía a la ducha-.
- ¿Te has escondido en un portal como si te persiguieran, o esta vez te has tirado tras un matorral? -contestó él, entre la sorna y la comprensión-.
- Lo primero. Hace mucho tiempo que salí de casa, pero…-la frase se quedó ahí-.
Jaime llevaba catorce años al lado de María. Se conocieron en las brigadas juveniles de su pueblo. Ella quería estudiar Psicología, él vendía ultramarinos en la tienda de su padre. Seguían siendo la uña carne de la amistad.

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Salieron del edificio cogidos de la mano. Al llegar a la Universidad se dirigieron directamente al salón de actos, donde había sido citada María Escámez de los Ríos –María- para recibir el premio anual a la investigación académica de la Facultad de Psicología, en la que era profesora. Su trabajo sobre cómo el cerebro humano se ve disminuido en el tamaño de alguna de sus zonas y, en consecuencia, pierde capacidades, tras un sometimiento prolongado a situaciones de peligro, recibió múltiples elogios durante el discurso del Jefe del Departamento de Neurobiología. Se trataba de una investigación impresionante y con gran aplicación práctica –dijo explícitamente-. Lo que más le importaba a María de todo esto era la consecuencia social: había conseguido demostrar que estar sometido a peligro disminuye las capacidades mentales de modo permanente -mobbing, violencia de género, cuerpos de seguridad, sus implicaciones prácticas eran inabarcables-. Suponía un verdadero éxito que daría luz a dudas médicas, profesionales, legales y, de modo paralelo, movería el interés de determinados círculos financieros. Debía ser divulgado con intención preventiva. El resto se lo dejaba a los demás.
Desde la tarima del pequeño salón de actos situado junto a la Secretaría de la Universidad, y una vez todas las representaciones académicas presentes habían dado sus motivos para la elección de aquel trabajo en concreto, tocó el turno de la entrega de placa y premio. María estaba mucho más satisfecha que intranquila. Su aceptación en la comunidad profesional universitaria era lo que Jaime y ella habían estado esperando: la confirmación de que la vuelta de timón dada hace años se había consolidado, finalmente.

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En el momento en que volvían a atravesar las puertas de la universidad hacia los parques del campus, la mirada de Jaime pareció suavizarse por vez primera en varios días. El se fue a buscar el coche al aparcamiento, María se quedó llamando a sus padres para contarles cómo había ido todo. Sostenía el teléfono aún sin marcar en una mano y buscaba el tabaco por el bolso con la otra. Por fin, un cigarrillo; era exactamente lo que necesitaba, no uno, dos o tres -pensó cuando tocó la cajetilla con la punta de los dedos-. En medio de aquella nada que sentía, todo era perfecto. Hasta el sol se había esforzado por dejar pasar unos rayos entre las nubes de otoño. Una vez puesta la ansiada boquilla entre los labios, la búsqueda comenzó de nuevo, ahora por el mechero. Un hombre se acercó a ella como salido del aire, y le ofreció fuego.

- ¿Fuego, María? -dijo el desconocido con voz segura-. Ella no pudo evitar mostrar su sorpresa con un grito casi retenido. -El parque, le he visto en el parque, -pensó aún bloqueada-.
-¿Disculpe, la he asustado? -comentó el hombre lleno de amabilidad-.
- No, no, es que no le vi llegar -susurró sin llegar a saber si debía sentirse intranquila-.
- He estado en la entrega de su premio, por eso sé su nombre. Trabajo en la Facultad de Medicina, en ese edificio de ahí enfrente. Los premios de investigación son todo un acontecimiento. Además, da la casualidad de que somos vecinos. La he visto alguna vez cruzando el parque de Notting Hill a toda prisa –explicó el desconocido con toda serenidad y empatía-. ¡Enhorabuena!
María sonrió casi convencida de que era otra falsa alarma de su psique. Decidió guardar el móvil en el bolsillo y dejar la llamada para más tarde. Le dio las gracias con un gesto de cabeza y se montó en el coche de Jaime, que acababa de llegar.