martes, 9 de diciembre de 2008

TRAS LA APOLOGÍA DE SÓCRATES

A veces pienso en la muerte, así, por pensar. Me parece un instrumento totalmente necesario para la vida. Nada tendría sentido sin ella, nada el mismo sabor. Ni siquiera un pedazo de tarta sería tan sabroso si me pudiese tomar uno cada día, más allá de los próximos cuarenta años.

La muerte más digna sobre la que he leído es la de Sócrates. ¡Qué hombre tan entero! Su Apología, recogida en los "Diálogos" de Platón, me ha dejado completamente impactada, dada la capacidad del tal Sócrates para defender sus creencias. Ante el Senado de Atenas, culpado de hacer mal a los jóvenes con su discurso, tuvo el arrojo de preferir la muerte a desdecirse.
De ahí surgió la idea, algo extraña, de querer saber qué pensaría Sócrates desde que supo -o eligió- que iba a morir, hasta que lo hizo. Más aún cuando era él mismo el que tenía que tomarse la cicuta que apagaría la luz para siempre. Y sólo se me ocurrió un modo de saber qué pasó por su mente. No, tranquilos, no voy a morir así, por las buenas. Sería entonces lo último que llegaría a descubrir, y mis preguntas son aún demasiadas. Lo que sí me pareció factible fue imaginarlo, intentar sentirme Sócrates; escribirlo, al fin y al cabo.

Creo que saldría Sócrates de la blanca y dorada sala principal del Senado ateniense, después de haber tomado la más dura decisión lleno de arrojo y convicción, y de haberla defendido públicamente, cabizbajo no, al menos en apariencia. Su rostro sería solemne, al menos en apariencia. Su templanza constatable, su mirada alta, su paso firme; al menos en apariencia. Iría pensando en sus dos hijos, en las palabras que ya no podría volver a pronunciar, o en lo bien que había pronunciado las últimas. Seguro que siguió siendo muy fuerte al contestar todas las preguntas de sus contertulios habituales..., incluso estaría sereno al despedirse de los suyos, para siempre.

Pero, una vez que cruzara el umbral de su hogar -ya fuera este su casa, su escritorio o su conciencia-, algo caería en su interior. Todos somos humanos, digo yo, por más convencido que esté uno de que ha hecho lo correcto, al preferir morir que ser desterrado, o desdecirse. Así pues, Sócrates se sentó en la mesa de madera labrada en la que solía trabajar su interior, y pensó:
“¿Habré hecho bien? Estoy seguro de que lo que enseño es correcto y nadie puede verse mal afectado por ello, pero… En cualquier caso, ya está hecho. Es como si acabase de terminar un libro que me ha llevado toda la vida -bonita alegoría-. He puesto en él lo mejor que he encontrado, hasta las faldas de mi madre están, hasta la lágrima que ahora recojo en la mano. Sólo hay un modo de morir, y es estando seguro de que has tomado las decisiones adecuadas… ¿He tomado la decisión adecuada?

Mis hijos crecerán. Todos lo hacemos. Uno aprende solo. Nadie está solo. Pasan cosas y cosas alrededor que nos enseñan. Un día llevas toga y al siguiente harapos, o al revés. Y que no falte ninguno de los dos pasos, que ir adelante y atrás muestra dos verdades necesarias. Crecerán...Voy a dejar todo como está. Si ordeno que se guarde, igual se tira por capricho de loco, o por no recordar tristezas. Si pido que se tire, entonces, por pena, por recordar tristezas, lo guardarán. Incluso este espejo esmaltado en el que cada mañana me miro, lo dejaré donde está. Aún puedo hacerlo una vez más. Lo importante es mantenerse a uno mismo la vista en el espejo. No es sencillo. Todo lo que ronda manchando la cabeza y la dignidad pesa en el cuello, al levantar la mirada.

Escribiré al menos unas letras antes de... no, no seas pretencioso Sócrates. Muere contigo, no hacia los demás. Dite que lo has hecho bien, dilo desde dentro, y no digas más.

¡Qué bonita es esa mujer que se acerca!, la mía. Está bella como nunca. ¿Habré hecho lo correcto? No te sientes hoy a mi lado o te echaré de menos mañana. Mejor deja pasar las horas como si fueran otras, unas cualquiera. ¿Cómo puede ser que hoy seas brillante como el primer día, que me parezca terciopelo tu arruga de madre? Me va a doler olvidar esta imagen, con dolor sereno que uno lleva sin más, dolor dulce de vela agotada. Vuelve a tus cosas, mujer, no me mires así. Llevarás esto bien. Xantipa, siempre presente para moderar mi temple, ya no te inquietaré más. ¡Vaya!
Los que se dedican a esto me han dicho que en la bañera el efecto de la cicuta es más ligero. Nada me aportaría ahora sufrir más que lo justo. Qué poco sabio es creer saber que la vida es mejor que la muerte. En realidad, nadie ha estado allí para volver; temerla es ser un necio. Nadie sabe quién lleva mejor suerte, si los que se quedan o yo que me voy.

El agua está templada.”

lunes, 17 de noviembre de 2008

El día más feliz de su vida 4/4

El teléfono sonó en su bolsillo, era Jaime, su gran amigo. Acababa de encontrar un sobre exactamente igual. El sí sabía lo que era, pero prefería explicárselo en persona. Quedaron en el pub situado a la vuelta de la casa de María, para hablar tranquilamente.

Ella bajó enseguida y encendió un cigarrillo, evidentemente nerviosa. En el fondo estaba segura de que aquello no podía ser nada bueno. Jaime apareció por la puerta a los diez minutos. Debía haberle pisado al volvo.

-¿Qué ocurre? ¿Qué es esto? ¿Por qué nos han dejado esta nota? –a María le faltaba tiempo para decir todo lo que sentía.
-Alfred, mi compañero de trabajo, me comentó algo. Algunas personas lo están recibiendo, pero no es nada grave, no te preocupes. Se trata sólo de un juego, eso me dijo. No hagas caso. Si he venido a verte es, precisamente, porque no quería que te preocuparas. Te he visto muy intranquila por teléfono. Es una especie de campaña de marketing. Parece ser que en unos días saldrá el anuncio en televisión y dirán de qué va. Olvídate – aclaró Jaime entre sorbo y sorbo de la pinta de cerveza que le acababan de servir.
-¿Y cómo han conseguido meterlo hasta mi salón? –María empujó la mesa como muestra de clara disconformidad y preocupación.
-¿En tu salón? Yo lo encontré en el buzón. ¿Estás segura? –el rostro de Jaime cambió por completo.
-¿Estás tonto? Pues claro que estoy segura. En la mesa baja, la de madera que compré en esa tienda de importaciones –otro empujón a la mesa, estaba terriblemente nerviosa.
-Me has dejado helado. No entiendo nada –contestó él, retirando la cerveza hacia un lado y concentrando aún más su mirada en María.
Ambos estuvieron un rato callados. El pensamiento de María estaba buscando una respuesta que no encontraba, que no cuadraba.
-¿De qué es esa campaña de marketing? -dijo María, con los ojos entornados como si enfocase una idea.
-No lo sé. Ya te he dicho que saldrá en unos días –de nuevo la pinta tomó protagonismo, los ánimos comenzaban a relajarse.
-Hay que enterarse, creo que esa es la clave –María apuró la jarra y se levantó para marcharse, como si la solución a su enigma estuviera en la calle.

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A la mañana siguiente las ojeras eran lo más vistoso de María. Se preparó como pudo un café. Cuando se estaba poniendo el chándal más viejo que encontró sonó el timbre de la puerta. Era un repartidor perfectamente uniformado y con un enorme ramo de flores, para ella. Cogió la tarjeta que venía colgada del envoltorio -la cual sólo tenía una coma plateada del tamaño de un dedal, impresa en la esquina inferior derecha-, y pidió que dejaran el ramo en el salón, en la mesa baja. Una vez el repartidor salió de la casa, María abrió el sobre absolutamente aterrorizada. Tan rápido como pudo echó un vistazo al texto y tres palabras llegaron a su retina: “enhorabuena”, “elegida” y “disculpe”. Algo se tranquilizó en su interior. Decidió leer la carta despacio. Cuando terminó la dejó caer al suelo y se sentó en el sofá a llorar desenfrenada, por la ansiedad acumulada.

Estimada Dra. Escámez,

En primer lugar, reciba nuestra Enhorabuena por el premio de investigación que le acaban de otorgar. Esta cadena de televisión está preparando un nuevo programa que precisa un psicólogo experto en neurología. Usted ha sido la persona elegida por nuestro equipo de recursos humanos. Nos gustaría, dada su excelente preparación en estos temas, que aceptase nuestra oferta de colaboración con nosotros, tanto en el equipo de redacción, como con intervenciones en directo.

La idea central del programa se basa en mostrar antiguos casos policíacos, aún sin resolver, en los que usted podría aportar un análisis profesional sobre el funcionamiento de la mente humana.

Hemos querido notificarle todo esto con un toque de coherencia y alusión al título del programa: “Intriga”. Rogamos disculpe nuestra intromisión en su hogar -para lo que contamos con la inestimable ayuda del portero de su finca-, con el fin de dejar el sobre con el anagrama del programa: una coma plateada que ya empezará usted a ver en carteles publicitarios sin más explicación. Es una estrategia de marketing.

En breve nos pondremos en contacto telefónico con usted. Reciba un cordial saludo.


Sonó de nuevo el timbre de la puerta. María abrió con las lágrimas aún recorriendo su cara y su camiseta. Era el portero, Mr. Brown, pidiendo disculpas innecesarias aunque gratificantes. Jaime apareció justo detrás de él cortando la conversación de ambos que, en realidad, ya había terminado. Mr. Brown se marchó tranquilo y sonriente.
- Hola guapa. ¿Y esa cara? Vamos a llamar a tu hijo, ¿no? hoy es su cumpleaños –Jaime estaba exultante, dispuesto a comenzar cualquier cosa-.
María se lo explicó todo. Se lavó la cara y llamó a casa.

- Cariño, ¡felicidades! –María equilibró su ánimo con grúa, de un solo golpe. Entre tanta confusión y buenas nuevas esto era lo más importante-.
- Mamá, tengo algo que contarte, te vas a sorprender, -fue la respuesta del chico.
- Dime hijo ¿qué pasa? –no me voy a sorprender, pensó María, es imposible, mi capacidad de sobresaltos en un solo día se ha agotado-.
- Me voy a vivir contigo. Ya tengo doce años y puedo elegir, ¿te acuerdas? Lo he hablado con papá y está de acuerdo. ¿A que es estupendo?
María se echó a llorar de nuevo, sin poder hablar, llamando a Jaime con la mano para que se acercase a ella.
- Sí cariño, es genial ¿cuándo vienes?

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miércoles, 29 de octubre de 2008

El día más feliz de su vida 3/4

Es el día más feliz de mi vida -pensaba María mientras giraba la llave que abría la puerta de su casa-, por fin sola tras una mañana tan larga. Antes de entrar, dedicó un momento a escuchar. Una sensación extraña le estaba invadiendo con sigilo, transformando su alegría en inquietud. Nada, ni un solo sonido. Avanzó hasta el salón cerrando la puerta despacio tras de sí. Sus ojos se fijaron en algo que resplandecía levemente sobre la cuadrada y amplia mesa baja del centro. Desprendía tenues reflejos incluso a pesar de la penumbra del otoño inglés y las luces apagadas. Era un sobre blanco que ella no había dejado allí el día anterior cuando se marchó a ver a Jaime. Esa fue la última vez que estuvo en casa.
Se acercó hasta el centro de la gran sala pintada en blanco roto (a juego con su ilusión), a la vez que miraba con enorme disimulo hacia todas partes, sin apenas mover el cuello. Tener que hacer esto le trajo una extraña sensación de pasado, aunque agradeció tener práctica en situaciones similares. Cogió el sobre alargado y, sin abrirlo, siguió registrando toda su casa, mientras hacía gestos habituales que no la delataran, y se aseguraba de hacerse con algo contundente en la mano que aún le quedaba libre, por si acaso. No había nadie, estaba sola. Revisó armarios, cortinas, ducha, olores; todo. Quien le dejó ese sobre hacía tiempo que no estaba allí.
Se sentó en el suelo del pasillo, lugar que le resultaba extrañamente acogedor, y decidió abrir por fin el sobre. Sacó de él un contundente folio del mismo color, que no tenía una sola palabra escrita en él. Solamente una coma plateada del tamaño de un dedal estaba impresa en la esquina inferior derecha; eso era todo. No parecía lo que ella pensaba. Pero entonces, ¿qué significaba esto?

martes, 7 de octubre de 2008

El díamás feliz de su vida 2/4

Al entrar en el piso, él ya estaba completamente preparado para salir.

- Me ha vuelto a ocurrir -dijo María con una cara llena de fastidio, mientras se dirigía a la ducha-.
- ¿Te has escondido en un portal como si te persiguieran, o esta vez te has tirado tras un matorral? -contestó él, entre la sorna y la comprensión-.
- Lo primero. Hace mucho tiempo que salí de casa, pero…-la frase se quedó ahí-.
Jaime llevaba catorce años al lado de María. Se conocieron en las brigadas juveniles de su pueblo. Ella quería estudiar Psicología, él vendía ultramarinos en la tienda de su padre. Seguían siendo la uña carne de la amistad.

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Salieron del edificio cogidos de la mano. Al llegar a la Universidad se dirigieron directamente al salón de actos, donde había sido citada María Escámez de los Ríos –María- para recibir el premio anual a la investigación académica de la Facultad de Psicología, en la que era profesora. Su trabajo sobre cómo el cerebro humano se ve disminuido en el tamaño de alguna de sus zonas y, en consecuencia, pierde capacidades, tras un sometimiento prolongado a situaciones de peligro, recibió múltiples elogios durante el discurso del Jefe del Departamento de Neurobiología. Se trataba de una investigación impresionante y con gran aplicación práctica –dijo explícitamente-. Lo que más le importaba a María de todo esto era la consecuencia social: había conseguido demostrar que estar sometido a peligro disminuye las capacidades mentales de modo permanente -mobbing, violencia de género, cuerpos de seguridad, sus implicaciones prácticas eran inabarcables-. Suponía un verdadero éxito que daría luz a dudas médicas, profesionales, legales y, de modo paralelo, movería el interés de determinados círculos financieros. Debía ser divulgado con intención preventiva. El resto se lo dejaba a los demás.
Desde la tarima del pequeño salón de actos situado junto a la Secretaría de la Universidad, y una vez todas las representaciones académicas presentes habían dado sus motivos para la elección de aquel trabajo en concreto, tocó el turno de la entrega de placa y premio. María estaba mucho más satisfecha que intranquila. Su aceptación en la comunidad profesional universitaria era lo que Jaime y ella habían estado esperando: la confirmación de que la vuelta de timón dada hace años se había consolidado, finalmente.

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En el momento en que volvían a atravesar las puertas de la universidad hacia los parques del campus, la mirada de Jaime pareció suavizarse por vez primera en varios días. El se fue a buscar el coche al aparcamiento, María se quedó llamando a sus padres para contarles cómo había ido todo. Sostenía el teléfono aún sin marcar en una mano y buscaba el tabaco por el bolso con la otra. Por fin, un cigarrillo; era exactamente lo que necesitaba, no uno, dos o tres -pensó cuando tocó la cajetilla con la punta de los dedos-. En medio de aquella nada que sentía, todo era perfecto. Hasta el sol se había esforzado por dejar pasar unos rayos entre las nubes de otoño. Una vez puesta la ansiada boquilla entre los labios, la búsqueda comenzó de nuevo, ahora por el mechero. Un hombre se acercó a ella como salido del aire, y le ofreció fuego.

- ¿Fuego, María? -dijo el desconocido con voz segura-. Ella no pudo evitar mostrar su sorpresa con un grito casi retenido. -El parque, le he visto en el parque, -pensó aún bloqueada-.
-¿Disculpe, la he asustado? -comentó el hombre lleno de amabilidad-.
- No, no, es que no le vi llegar -susurró sin llegar a saber si debía sentirse intranquila-.
- He estado en la entrega de su premio, por eso sé su nombre. Trabajo en la Facultad de Medicina, en ese edificio de ahí enfrente. Los premios de investigación son todo un acontecimiento. Además, da la casualidad de que somos vecinos. La he visto alguna vez cruzando el parque de Notting Hill a toda prisa –explicó el desconocido con toda serenidad y empatía-. ¡Enhorabuena!
María sonrió casi convencida de que era otra falsa alarma de su psique. Decidió guardar el móvil en el bolsillo y dejar la llamada para más tarde. Le dio las gracias con un gesto de cabeza y se montó en el coche de Jaime, que acababa de llegar.

martes, 30 de septiembre de 2008

El día más feliz de su vida 1/4


María estaba desnuda de ropa y vergüenza, asomada al ventanal de su habitación. No se percibía más luz que el tenue resplandor proporcionado por la farola de la acera de enfrente, sobre los muebles. Miraba el parque al otro lado de la calle, que tantas veces había cruzado asustada hasta llegar a casa. A pesar de la vida diurna del lugar, lleno de niños, madres y ruidos, una vez quedaba vacío le producía una sensación de peligro inexplicable.Cansada de recordar, se giró hacia el amplio salón decorado personalmente con una mezcla de buen gusto y salidas de tono. Se dirigió hacia el cuarto de baño, se puso la leche hidratante a la velocidad que se apura un yogur. Viejas imágenes insistían en aparecer en su cabeza: la playa cantábrica donde jugaba cada día de niña, la panda de jóvenes más idealistas del mundo, sus flirteos con los grupos radicales a los que pertenecía su novio y parte de sus convicciones –y en las que llegó a aprender algo de seguridad personal, electrónica, mecánica, vigilancia-, su retirada de todo antes de que alguno de sus principios chocase con el resto de ellos..., la carita de su hijo...imagen que se quedo congelada, por unos instantes, en la retina de su recuerdo -¿cuándo podría tenerlo con ella de nuevo?, pasado mañana cumplía doce años-, este pensamiento la devolvió al presente. Escogió un vaquero y un top plateado que encontraba soporte en su cadera, y tras bajar la escalera de madera del edificio histórico en que se hallaba su piso de alquiler, abrió la pesada puerta que la condujo por fin a la calle. Su paso provocaba una sombra externamente esbelta con pinza en el pelo.

Se dirigió hacia la estación de metro más cercana: “Notting Hill”. El tubo le resultaba algo repelente, acostumbrada a las limpias amplitudes del metro español. Sin embargo, también era un pequeño símbolo de su independencia elegida, una prenda de una decisión tomada con todas las consecuencias: irse a vivir a Londres. Allí estaba tranquila. Incluso los ratones que corrían por las vías no eran tan temibles, ya que le proporcionaban compañía segura, aunque fuera de los desconocidos que esperaban el siguiente tren. Al bajar en la última parada, ya a las afueras de la ciudad, María se apresuró en llegar a casa de su amigo Jaime. Según tocó el timbre pudo escuchar la música sonando al otro lado de la puerta; la fiesta ya había comenzado. Jaime abrió sonriente, aunque con un toque de inquietud en la mirada.

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Tres horas después se marchaban los últimos invitados del viernes por la noche. Jaime y María se sentaron en el sofá agotados. Por un lado, estaban trasnochando tras toda una semana de trabajo, por otro, les esperaba un día más satisfactorio que difícil, aunque no falto de tensión.

- ¿Qué te ha parecido la fiesta? -preguntó él, solicitando un feedback que su mirada parecía inquirir como urgente-.
- Tranquilo, estoy bien. Todo ha salido como una noche más -respondió María junto con un suspiro lleno de cansancio, mientras apoyaba la cabeza sobre el brazo del sofá-.
- Nunca será una noche más -sentenció Jaime con una media sonrisa- me voy a la cama.

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A la mañana siguiente, María se despertó antes de tiempo y salió a correr un rato por el barrio. La sensación de estar sola, tan temprano, cruzando calles tranquilas, y además, haciendo ejercicio, le gustaba casi más que el tremendo desayuno del que haría acopio más tarde. Iba pensando de qué se haría el sándwich integral de tres pisos cuando su mente paró de repente. Había escuchado una sirena de policía que sospechaba estaría a unos doscientos metros de ella, en esa misma avenida. Inmediatamente se escondió en un portal. Lo último que pretendía era no poder llevar a cabo sus planes para ese día. Aunque ya no era buscada por nadie, algunas reacciones, como la de esconderse ante una sirena policial, se habían quedado grabadas en ella y las reproducía de forma automática, sin pensar. El tiempo en que ella podía tener alguna información no muy relevante o haber participado en altercados callejeros o pegadas de carteles, ya pasó. Ni siquiera su antiguo compañero seguía intentando que volviese. Cuando fue consciente de que lo que le había ocurrido no tenía sentido, volvió a salir a la calle con el objetivo de llegar a casa de Jaime cuanto antes.

martes, 16 de septiembre de 2008

primeros pasos

El pequeñajo venía hacia mí con pasos inseguros, aún estaba aprendiendo a andar. Llevaba una camisa de cuadros tipo country y un pantalón de pana marrón, botitas reforzadas, como correspondía a sus trece meses, y una mirada entusiasta que me decía: “lo estoy consiguiendo, mami”. Esos cuatro pelos mal puestos en su cabezota me hacían imaginarle cuando fuera mayor: algo calvete, rechoncho pero simpático; un buen tipo. La forma de mirar de los hijos es algo que te engancha para siempre. Bien lo saben las madres de cualquier pequeña o pequeño “Don Juan”. Mi Isaac siguió avanzando hacia mí mientras yo iba retirándome un poco de él, para que lograse seguir erguido unos pasos más. De repente, un tambaleo hizo topar su trasero contra el parquet. Los pañales están muy bien pensados, siempre lo he creído así. Con esfuerzo, consiguió agarrarse a la mesa baja del salón y levantarse con cara de "aquí no ha pasado nada". Qué campeón era mi chico, lo conseguiríamos.

A ratos, el mundo acaba justo en la esquina en que te sientes completamente feliz, y nosotros éramos uno la esquina del otro.

jueves, 11 de septiembre de 2008

"lecciones" de cocina



- ¡Para! ¿No te das cuenta de que lo estás haciendo mal? Así no se fríe un huevo en condiciones. Pero, ¿dónde has visto tú semejante cosa? No sé para qué te pagan tantos estudios si luego no usas la cabeza. Después de chascar la cáscara tienes que volver lo roto hacia arriba, si no romperás la yema. ¡Habrase visto! Menos mal que está aquí tu abuela para enseñarte.
Las chicas de ahora sabéis más de peinetas que de sartenes. ¡Espera, chiquilla! No puedes echarlo a la sartén todavía. ¿No ves que el aceite está frio? Así se te quedará como cocido. Deja el huevo ahí.

Mi madre me mandaba a recoger lo que habían puesto las gallinas, cada día, -igualito que hoy-. Tenía que cruzar el patio -lloviera o escampara- y a veces hacía un frío de cuidado. Eso sí que era frío y no lo de ahora, que con un jersey estás apañado. Echa más aceite ahí, con eso no fríes ni una tortilla. Tiene que ser como un dedo de alto...ahora, sí señor. Tu abuelo venía a verme allí, al gallinero. Me esperaba todos los días y hablábamos un poco, lo justo, imagínate por aquél entonces... Había también otro chico que me miraba con ojos de cordero, desde lejos; me gustaba a mí ese chico. Se llamaba Antonio, y aún le veo pasar por la calle que se ve ahí enfrente. Mira por la ventana, ¿la ves?

¿Sabes lo que decía mi padre? Que hay que freír un trocito de chorizo antes del huevo, así coge sabor el aceite. Anda, echa esto primero que nos vamos a chupar los dedos.
Los principios son lo mejor de los amores, después todo es trabajar y criar hijos. Te lo digo para que cojas copla, que aunque hoy estáis más libres, las casas, los críos y los trabajos los váis a tener que sacar adelante igual. Tú pásatelo bien. Ponte guapa, ríete mucho con las amigas, flirtea, que al final todos acabamos más o menos lo mismo, pasado el tiempo. Eso que te llevas puesto. Luego, hay ratos en la vida que uno se alimenta de los recuerdos que se ha ido haciendo, y para eso hay que haber llenado el baul primero.

Saca el chorizo ya, hija. Ahora sí está calentito el aceite, pon el huevo con lo roto para arriba, mete los deditos despacio. Ya está más abierto, ¿no?, pues vuélvelo hacia abajo y déjalo caer en la sartén. Un poquito de sal... No te creas, que con los hijos también disfrutas mucho, son muy graciosos y te llenan de satisfacción. Pero no hay nada como esas miradas de un chico que te gusta desde lejos, que te vuelven las tripas boca arriba y te dejan soñando con los ojos abiertos, varios días. A veces, cuando todo es duro, esas cosas son las que te mantienen viva, -aunque haya que guardarlas en los adentros-. Mueve esa paleta niña, que vaya cayendo aceite sobre la yema. Yo creo que los amores que duran toda la vida son los que no se han llegado a tener, ¿no? No sé. ¡Ala!, saca ya ese huevo que ya muestra puntillas... un poco de pisto y a comer.
Mira, por allí va Antonio; es guapo, ¿verdad?